Medio Social — Estudiante sobrevive cruel encierro

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Marlene García hoy tiene esperanza de un bueno futuro en ese país. Photo credit: Joe Kendall

Sandra Galindo

Cualquier persona que conozca a Marlene García por primera vez, no imagina qué hay detrás de esa tímida sonrisa. La serenidad que su cara refleja no va de acuerdo con lo que ha vivido a su edad. La siguiente es su historia; historia que muchos no vemos, pero que forma parte de la vida de algunos de nuestros estudiantes de colegios comunitarios como éste.

Cuando la torreta del vehículo se prendió atrás del carro ese día de julio del 2011, sus ocupantes supieron que estaban en problemas. Después de pedirles sus identificaciones, los oficiales de Immigration and Customs Enforcement (ICE) les comunicaron que estaban detenidos bajo sospecha de ser polleros. En el carro ese día en Barrio Logan viajaban una madre, sus tres hijos, dos de ellos estudiantes de Mesa y Southwestern College; y una amiga de ellos, García, de 23 años de edad, y estudiante de City College por tres años.

Sin poder comprobar su estancia legal en este país, tres horas después, la madre y su hijo de ocho años, ciudadano americano, fueron deportados. A las otras jóvenes mujeres se las llevaron en una camioneta. Ahí, ellas se pusieron de acuerdo para no firmar algo que las perjudicara.

Las trasladaron al Centro de Detención George Bailey en Otay Mesa.

“Ustedes no tienen derecho de estar aquí. Ustedes sólo tienen derecho de regresarse a su país”, recuerda García que le dijeron. Ella dijo que los oficiales intentaban intimidarlas, pero ellas usaron su derecho a permanecer calladas. Eso enojó aún más a los oficiales, quienes gritaban que firmaran la deportación voluntaria.

Las estudiantes contestaron a los agentes que lo único que firmarían era la petición para ver a un juez y pelear su estancia en Estados Unidos. La respuesta de los agentes fue con enojo: “puede tomar días o aún meses para poder ver a un juez”.

García recordó lo que había escuchado un año atrás en una de sus clases con el profesor Enrique Dávalos. Éste les informó de su derecho a no firmar la deportación voluntaria.

En la cabeza de García había dos cosas que la aterraban: la posibilidad de no volver a ver a su familia y la incertidumbre de saber qué pasaría si la deportaban a Tijuana porque ella no conocía a nadie. Solo había estado ahí por dos días, cuando cruzó la frontera con sus padres a los ocho años de edad, originaria del municipio de Zumpango, en el Estado de México.

Al final, los oficiales cedieron y ellas pudieron firmar la solicitud para ver a un juez. Incluso uno de ellos le dijo: “Qué bueno que no firmaste porque como estudiante, puedes ganar tu caso.”

La dejaron hacer una llamada de dos minutos; habló con su tío. Le dijo, “yo voy a avisarle ahorita a tu mamá, cuídate, no te preocupes, vamos a tratar de ayudarte, estamos contigo”.

Al día siguiente, las hermanas fueron trasladadas a otro centro cerca de la cárcel, y ella tuvo que esperar por cinco días más ahí, sin poder cambiarse de ropa ni asearse. García dijo que el frio que se sentía era como en un hospital. Le dieron una cobija pequeña y burritos de frijoles para comer. La celda en donde ella estaba tenía un baño, pero también una cámara que enfocaba al escusado, lo cual la intimidaba para poder usarlo. La cámara siempre la seguía. García tenía prohibido acercarse a la ventana frente a ella; debía estar todo el tiempo acostada en una colchoneta para hacer ejercicio que le dieron porque no hay camas.

Tras la ventana pudo ver muchas cosas injustas: vio a hombres esposados y heridos, a mujeres con sus hijos golpeados. Uno de los detenidos venía sangrando mucho y los paramédicos tuvieron que ir por él. Muchos de los detenidos llegaban sangrando y con ampollas en los pies por días de caminar en el desierto.

García dijo que a los detenidos no les explicaban que tenían la opción de ver a un juez, solo les exigían con amenazas que firmaran. Los ponían en línea, volteando hacia donde estaba García, con los brazos elevados hacia el frente y si se atrevían a subir la mirada o hablar, los regañaban muy duro. Así los dejaban por horas y ellos gritaban pidiendo que ya no más, que pararan.

García dijo que todos los hombres firmaban la deportación voluntaria. Las mujeres peleaban más, porque las que tenían hijos, tenían que evitar que se los quitaran.

García y un grupo de mujeres que pelearían sus casos fueron aisladas en otra área, cinco eran de San Diego. Después de una semana y media y debido a que los jueces locales estaban muy ocupados, las detenidas fueron informadas que era necesario hacer un viaje a ver a un juez.

Una vez en Henderson, Nevada, vio a el mismo juez tres veces; la primera vez le dijo que no podía hacer nada por ella, porque ella no tenía dependientes que pudieran solicitarla: “No tienes hijos, no tienes nada”, le dijo, “pero si quieres seguir peleando, lo puedes pelear”.

La segunda vez, García llevaba documentos de la escuela que su madre le mandó por correo. La tercera vez, García tuvo más suerte. El juez le dijo que la iba a dejar ir para que peleara su caso pidiendo asilo político y le impuso una fianza de $3,000.

García y las cinco mujeres de San Diego ganaron sus casos, pero estuvieron una semana más en el centro de detención de Henderson. Un viernes les informaron que tendrían que firmar un documento en el que se comprometían a ir corte.

Las mujeres juntaron 300 dólares y viajaron de Las Vegas a Los Ángeles, en donde el familiar de una de las detenidas las dejó quedarse en su casa. Regresaron a Escondido y ahí, sus familiares las recogieron.

Para García, reunirse con toda su familia después de tres meses de encierro fue un regalo que no se esperaba, finalmente lloraba pero de alegría.

Ella sugiere a todas las personas sin documentos que estén informados sobre los derechos que tienen para evitar una deportación. También sugiere que la gente tenga un ahorro que pueda usarse en caso de emergencia además de acudir a lugares que los puedan ayudar.

A las otras estudiantes de Mesa y Southwestern College las transportaron a Texas; cuando volvieron a verse no hablaron de la detención.

El pasado diciembre, García recibió ayuda de La Acción Diferida (DACA por sus siglas en inglés) para los estudiantes que llegaron siendo infantes. García dice haber ganado una gran seguridad ahora que se siente amparada por este permiso, porque anteriormente siempre estaba con temor.

García piensa: “DACA me cambió la vida.”

Ella había pensado abandonar la escuela por el riesgo tan grande que implicaba que la pudieran detener en cualquier momento. Ahora, su plan es estudiar para ser una radióloga pediátrica.